
El paso del tiempo es algo inevitable y hay etapas en la vida en donde ya no podemos hacer todo lo que estabamos acostumbrados, entonces empezamos a recordar y a hacer enfasis en los recuerdos, ya que esto es lo que toda via podemos hacer bueno si se tiene alzheimer no pero si nuestra mente sigue bien, los recuerdos seran los que nos mantienen vivos.

El arte de la improvisación
Tocar el cine como se toca el saxo. Fue el crítico Serge Daney el que mejor supo conceptualizar la vibrante libertad del cine de Johan van der Keuken, quien pronto comprendió que al careo con lo real, a la cita ante el Otro, no se podía acudir con apriorismos o rígidas recetas, sino con humildad y una buena dosis de valentía. Así, el holandés, en su materialista confección de formas pensantes, equilibró en la práctica cinematográfica la importancia de imagen y sonido, bandas aquí muy erógenas, que responden al menor de los estímulos del exterior: existe una estructura, una melodía, una horizontalidad presta a abandonarse por un impulso vertical, por una furia dialéctica, para, luego, quedar retomada a la espera del próximo decurso. Decurso y excurso: con su ya frágil ya brutal frotamiento pretende van der Keuken salvar, en la medida de lo posible, la distancia entre el hombre de la cámara y el hombre ante la cámara. Este cine jazzístico, fragmentario, que se expande y se contrae, se hizo explícito mediante el vínculo creativo entre Keuken y el músico Willem Breuker, pero podría tener un primer padre en el Ben Webster al que el cineasta retratara en un precioso mediometraje que documenta la estancia del músico en Ámsterdam.
Si en su última película, The long holiday (2000), van der Keuken vinculaba el periodo de asueto y viaje a su anunciado fallecimiento (esas “vacaciones prolongadas” a las que hace referencia el título francés del filme subraya mejor esta intención) a causa de un cáncer, al pequeño filme llamado Big Ben/Ben Webster in Europe (1967), bien se le podía haber llamado Las vacaciones de un jazzman. Webster, el rana, el bruto, salió a trotar el mundo, espoleado por la muerte de los suyos (la madre y la abuela), y aquí aparece varado, a la espera de lo irremediable –que no tardaría en llegar– en una Europa que lo había acogido con calor y disimulo. En el arranque de su carrera, van der Keuken empezó a ensayar el retrato de niños, primero al ciego Herman, en Blind Kind (1964), luego a la pequeña Beppie, en el filme homónimo de 1965. Dos pequeños que le enseñaron que el Otro puede ser algo más que el objeto de un filme, que éste luce más intensamente (ahí donde las palabras fallan) cuando ese Otro se hace con las riendas del mismo, inscribiendo una subjetividad que compite con la del cineasta. Y dos años después de Beppie, van der Keuken se las vio con otro niño, éste grande, el Ben Webster al que una casera, Mrs. Hartlooper, adopta y mima en Ámsterdam mientras toca el saxo tenor, filma gatos o juega al billar con sus amigos. Si la joven Beppie era “amable y malvada como un simio”, el gran Ben se asemeja a uno de los hipopótamos a los que visita periódicamente en el zoo de la ciudad, en uno de los rituales que lo hicieron famoso entre los vecinos. Webster, la memoria del jazz, el hombre que aprendió tocando con los mejores y en las mejores big bandspara luego labrarse el camino en solitario, sopla con inefable melancolía, aunque la afabilidad no le quepa en el cuerpo y la regale a todo el que se acerque. De este hombre en retirada, van der Keuken pudo aprender para el futuro militante, para cuando se especializase, como resumiría Daney, en las “miserias ocasionadas por el sistema capitalista mundial y las dolencias que acarrean al cuerpo humano”.
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